sábado, 10 de enero de 2009

Mientras cruzaba la pista no pensaba en nada. Al menos no recuerdo haberlo hecho. Sólo sabía que la veía cada vez más cerca.
Cuando estuve lo suficientemente cerca, puse mi mano en su espalda. La traje hacia a mi y la besé. La tomé por sorpresa, pero no tardó en corresponder el beso.
Fue piel instantánea. La temperatura subía mientras nuestras bocas y manos se salían de control.
No se cuanto tiempo estuvimos besándonos.
En un break me dice: «Esto es cualquiera. Yo estoy casada» Yo ya lo sabía. Daniel o alguna de sus amigas me lo habían dicho.
Pero yo no buscaba nada serio.
Estaba en esos momentos de la vida de soltero en que lo último que quería era cambiar mi estado.
Le dije que no me importaba, que no había manera de que me hubiera frenado.
Se río -con esa risa que ya describí-.
Seguimos bailando, tomando, besando, franeleando hasta que le dije que la invitaba a desayunar.
Tomamos un taxi y fuimos a buscar su auto cerca del Soul.
Le dije que conocía un lugar muy bueno, a escasas 8 cuadras.
Así llegamos a casa.
Las partes superiores de nuestras indumentarias ya habían desaparecido.
Los jeans estaban desabrochados.
Cuando voy a remover el suyo, la escucho que lloraba. Me pide por favor que pare, que ese día no podía.
Era la mujer más fuera de mi liga con la que había estado. Mi excitación nunca había llegado a esos niveles.
Sin embargo, me detuve.
Me di cuenta de que algo estaba mal en serio.
Ella dijo que era su matrimonio.
Que hacía más de 6 meses desde la última vez que lo había hecho y bla bla bla.
Yo tenía la certeza de que iba a tener otra oportunidad, así que paré. (Bueno. Lo reconozco, cada vez que le daba un beso terminábamos igual... pero era más fuerte que yo... y no la ponía incómoda.).
Nos preparé el desayuno. Unos ricos mates con bizcochitos y hablamos por horas.
El marido estaba en Qatar, o algún lugar por el estilo. (Él era piloto, ella azafata) así que no había problemas con el horario.
Cerca del mediodía se fue. Nos pasamos nuestros teléfonos.
No me podía ir a dormir, así que me fui a visitar a mis sobrinos.
Tenía la sonrisa de oreja a oreja (si sonreía un poco más, me degollaba).
Había apuntado a lo imposible, y se estaba dando. Hermosa, alta flaca, fibrosa (cuerpo de modelo), rubia, ojos y labios siempre húmedos, fogosa. Para colmo, no había manera de engancharme porque era casada y eso era -en ese momento- una bendición.
Y encima cumplí el típico fetiche de la azafata.
La verdad es que, pese a que me moría por llevarla a la cama, me daba por satisfecho.
No se por qué, pero daba por descontado que esa sería la última vez que la vería.

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