La mujer

Con frecuencia he pensado que los amantes apasionados de las mujeres están enamorados del templo y los accesorios del culto como de la diosa misma; hallan deleite en los perfumes frotados sobre la piel, en las mil astucias que exaltan la belleza y a veces la fabrican por entero.
Yo hubiera querido más: la criatura humana despojada, a solas consigo misma, como alguna vez debería estarlo durante una enfermedad, al ver una arruga en el espejo. Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano. Pero mis amantes parecían empecinarse en pensar tan sólo como mujeres; el espíritu o el alma que yo buscaba no pasaba todavía de un perfume.
De Mémoires d’Hadrien.

Cuantas veces uno se pierde en la grandilocuencia de un accesorio, de una prenda que resalta lo más bello del otro. En rimbombantes palabras pseudo inteligentes, pseudo interesantes, pseudo seductoras.
Cuantas veces uno se lleva el premio de la noche, el alma de la fiesta. Cuantas veces uno consigue esa figurita difícil.
Cuantas veces uno consigue ese imposible, ese trofeo y queda obnubilado por una silueta, por pantorrillas que no tienen fin, por un escote que se pierde en la obscuridad del cuerpo.
Por charlas graciosas, risas regadas de alcohol, sensuales movimientos de finas caderas, por caricias brindadas por finos y cuidados dedos.

Cuantas veces uno se encontró, después de amarse, después de una sesión de sexo desenfrenado en el que el sudor baña los cuerpos ahora perlados por la pasión.
Cuantas veces uno, después de recobrar el aliento y volver a la realidad se da cuenta de que toda esa belleza ya no existe.
De que ese cuerpo desnudo ya no es lo que era. De que el maquillaje era parte de esa mujer a la que amaste con locura.
Cuantas veces, con el cuerpo desnudo, con la mente limpia luego de haber saciado su sed de carne, de lujuria, uno se encuentra frente a la triste realidad de que el otro es incompleto.
De que la desnudez de su cuerpo, de su maquillaje, de sus accesorios, de su codicia y su irresistible libido, dejan a la vista, expuesta un alma yerma que se sostiene sólo a fuerza de apariencias.
Cuantas veces uno debe decir adiós a esa aparente perfección porque ha tenido el privilegio de haber visto la realidad. De haber visto ese alma estéril.

Otras -pocas- veces, uno se da cuenta de que lo que faltaba de gracia o belleza exterior, de lujuria y deseo carnal, esconde un alma sublime, que, en la desnudez de la cama, le regala a uno el mejor de los regalos; un campo fértil de sueños e ilusiones, de enseñanzas y aprendizajes. De finitud e inmensidad.
Cuantas veces uno termina de enamorarse o desencantarse cuando los cuerpos no importan y cuando la belleza viene de la desnudez del alma.